«Para mí, la dignidad humana consiste en tener secretos y la idea de pagar a alguien para que escuche tus secretos e intimidades me asquea. Es como la confesión pero con cheque por medio».
Al hacer esta afirmación, Steiner se hace eco del dualismo que atraviesa el pensamiento occidental, puesto que en sus palabras hablan de una consciencia racional controlando su mundo interno, y poseyendo un cuerpo. No solo de consciencia, esta afirmación habla de una VOLUNTAD racional. A esta forma de ver al ser humano se apareja una ética que dice «venciéndote, vencerás». La mejor definición de neurosis que puede haber, como nos dice Macías en su conferencia TEDx (https://www.youtube.com/watch?v=0BxyR52BW1M).

Es una ética del autocontrol. Equivocada, sin duda, pero digna a su manera. Volveré a eso más adelante. El conocimiento actual sobre los procesos psíquicos nos muestra que estamos mucho menos conscientemente en control de nuestras experiencias de lo que asumimos comúnmente. Ya no hablamos del inconsciente de Freud —un caldero de deseos reprimidos con sus fuerzas represivas e impulsos poderosos e irracionales—, sino de inconsciente adaptativo. Wilson plantea «una gran parte de la percepción, la memoria, y la acción humana ocurren sin nuestra deliberación o voluntad conscientes». «La visión moderna del inconsciente adaptativo es que una gran cantidad del material interesante sobre la mente humana —juicios, sentimientos, motivos— ocurre fuera de la consciencia por razones de eficiencia, y no a causa de la represión. Tal como la arquitectura de la mente evita que el procesamiento de bajo nivel (ej. Los procesos perceptuales) llegue a la consciencia, así son inaccesibles muchos procesos y estados psicológicos del orden más alto».
Acceder al inconsciente adaptativo es lo que hacemos en la terapia Hakomi. Como dice Kurtz, «La médula de nuestro trabajo, como la de muchas terapias psicodinámicas, es hacer conscientes procesos mentales inconscientes. Hacemos otras cosas también, pero traer a la consciencia acciones inconscientes es posiblemente la mayor parte de lo que hacemos. Todo lo demás depende de ello».
Como buena ex alumna de doce agobiantes años de educación católica, puedo dar fe del estado de rebeldía que nace en el corazón de una persona sujeta al juicio permanente de un otro capaz de calificar (¡¡¡????!!!), aprobar, permitir o negar lo que pueda ocurrir en tu propio cuerpo. Entiendo la rebeldía que nace de sufrir ese régimen. Entiendo la importancia del quererse sentir único poseedor o poseedora de uno mismo.
Pero, ¿quién es uno mismo? ¿Quién realmente manda aquí?
¿Crees, realmente, que cuando guardas un secreto, eres tú, tu pequeño yo, el que lo guarda, soberano? Lamento decirte que no. Hay creencias organizadoras, que no conoces, que te definen y te dan una visión de lo que es el mundo, de lo que eres tú, de cómo pueden y no pueden interactuar el mundo y tú, que además te dicen lo que debes «parecer ser», y por lo tanto, son esas creencias las que administran tus secretos.
¿Crees poseer un secreto? Lo más seguro es que el secreto te posea a ti. Y además, te limita y te reduce a una identidad de la que no puedes salir, que no te permite una serie de experiencias que te son necesarias. Esa pequeña identidad, por ejemplo, ha alienado y te ha despojado de tu derecho a disfrutar, por ejemplo, a cansarte, a recibir ayuda, a mostrarte frágil, por ejemplo, a ponerte primero alguna vez en vez de vivir postergándote, a gritar, a decir que no… ¡A decir que sí!
Finalmente, y tal vez esto sea lo más importante. Ese material doloroso que conservas guardado, solo puede ser ventilado en un lugar seguro. No eres ningún bobo. Si has defendido con uñas y dientes tu secreto, habrán motivos. Tu corazón merece nada menos que un espacio casi sagrado, respetuoso, aceptante, amoroso, libre de interpretación y juicios donde pueda mostrarse entero y vulnerable. Y tu inconsciente, que es más sabio, lo sabe bien.
He tenido la suerte de acompañar tales momentos de revelación y reencuentro. Una persona viene a trabajar algo guardado por más de 35 años. No viene porque sí. No es que se le ocurrió que ya era tiempo. Viene porque no puede evitar, ahora, que sus consecuencias afecten su vida cotidiana. Está rebasado. Una parte suya accede a venir a la terapia, pero una gran parte tiene reservas. ¡Natural! Me tomo todo el tiempo necesario para crear la relación, para lograr la colaboración de su inconsciente, que solo cuando está listo para confiar, lo hace. Hacemos todo lo que es necesario hacer. Es un trabajo de reparación, de comprender lo vivido con más información de la que se tuvo entonces, de resignificación. De perdón. Y ese lugar comprimido, que a manera de hoyo negro consumía energía, al abrirse, deja disponible esa misma energía para explorar nuevos aspectos de sí mismo. Cuando el dolor ha cedido, entramos a un proceso de estudiar las claves de su comportamiento. Avanzamos y en las siguientes sesiones abordamos sueños, formas de interacción cotidiana, síntomas, memorias…
Un día viene y me cuenta que ha empezado a hacer cosas que nunca antes hacía. Le sorprende verse con reacciones diferentes. Con sensaciones diferentes. En la última sesión, todo se reúne. Él se siente como un árbol, plantado en el mundo, frondoso, en paz. Digno.
El trabajo ha terminado. Me siento honrada y conmovida por haberlo acompañado. Nos abrazamos. Voy a atesorar este proceso, el de él, el que él ha hecho para encontrarse a sí mismo.
En la confesión, el creyente acude a un otro, al dueño de la vara que mide la verdad y el bien. En una terapia directiva, el paciente acude a que un otro, en el que deposita la capacidad de tirar la línea entre lo sano y lo enfermo, lo valide y le diga qué hacer.
En la psicoterapia transformacional, la persona acude a sí misma, donde reside su única verdad: lo que su totalidad mente-cuerpo SIENTE que está bien.
Citas para psicoterapia: 099 4981 522 / (02) 2285 545